La discusión de la lectura y escritura de los jóvenes en México parece no dar tregua. Han sido muchos los esfuerzos nobles por acercar ambas disciplinas a los adolescentes, a los niños. Hablar de esto, pues, resulta necesario si se toman en cuenta los índices de lectura presentados por el INEGI prácticamente cada año. Para el caso de este documento, voy a hincar un poco más el diente hacía el género de la poesía que es en dónde he trabajado la última década de mi vida.
Específicamente Torreón, es una zona en la que el fomento a la lectura es tratado por pocas instituciones privadas y gubernamentales. Según la Encuesta Nacional de Lectura y Escritura 2015, que realizó el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, sin embargo, sólo 3.5 libros se leen por gusto y 1.8 por necesidad, por otro lado, los Coahuilenses leen 0.8 libros de esparcimiento en el año y registran una baja afluencia a las bibliotecas. Sin embargo, no hay un presupuesto asignado como tal al fomento a la lectura en 2016, a nivel estatal ni municipal. (CANEDO, 2016).
Esto ha llevado a que el consumo de la literatura en general no corra con éxito. En este sentido, dicho apoyo es también limitado para que los creadores tengan estímulos para impartir proyectos que empujen a generar nuevos lectores, principalmente jóvenes, pues son ellos los que no suelen tener este acercamiento y tienden a estar más ausentes en los pocos eventos y espacios literarios que se llegan a presentar en la ciudad.
Por otro lado, la poesía sufre de un problema de imagen. Así lo argumenta Simmons (2016); la poesía que se imparte en las aulas de los bachilleratos y de ciertas universidades recueda las escenas de La sociedad de los poetas muertos, en donde se da una idea errónea del ejercicio de la poesía que lejos de ser recitales apasionados, también implica trabajo de escritorio y de lectura. Otra postura que el autor tiene y que es importante mencionar para orientar los orígenes de esta postura es la siguiente: “enseñar poesía es una herramienta para entender otras disciplinas de la academia y de la vida, pero la poesía en sí tiene que ser una experiencia poderosa, individual”.
En este sentido me parece necesario, entonces, poner atención, primero en aquellos mitos que orbitan el fenómeno de la lectura. Es muy común ver en redes sociales algunas publicaciones e imágenes, sobre todo de instituciones educativas o culturales que nos hablan de las grandes virtudes del hábito de la lectura. Sin embargo, considero que dichas explicaciones suelen rayar en lo absurdo. Algunas puntos que se abordan son, por ejemplo, que leer reduce el estrés, ayuda con el sueño o que, como siempre, nos convierte en personas más cultas e inteligentes. Si bien, puede que sí exista una relación estrecha entre unas cosas y otras, considero que la lectura no debería proponerse como un remedio chamánico o una cura a los aparentes males que nos acontecen en nuestros procesos cognitivos. Pienso en la literatura, más bien, como un acto de placer en su totalidad. Alejado de toda ventaja que se le pueda adjudicar. Creo que el encuentro con un libro no debe ser propiamente un escape de la realidad, si no una manera diferente y, por qué no, divertida de traducir la realidad. ¿Qué acaso no toda literatura universal trasciende, exactamente, en su capacidad de reimaginar nuestro entorno y ponerlo en otras palabras?
Creo en la literatura como un espacio designado al juego y no sólo a la solemnidad. Reconozco el escenario para hablar del amor en su forma más compleja y sublime, pero también como un momento para detenerse en la banalidad y en lo efímero. La creación literaria, entonces debe ser justo eso: una hoja en blanco como un patio de juegos para el creador.
Alfredo Castro Muñoz